Cuando venga el plomero
A las siete
cincuenta suena el despertador. Dolores no lo escucha. Afuera hay una nube a
contraluz con los bordes iluminados. La luna, seguro. Una vez ella se levantó, vio la pared con marcas rojas de mosquitos muertos
y dijo, ¿es qué no podemos hacer las cosas como la gente normal? Después se
tapó la cara con la almohada y trató de dormir. Esa gente normal yo la imagino como
la de las propagandas de espirales y tabletas matamosquitos, que parecen dormir
como bebes y no tienen ningún broncoespasmo.
Me levanto y
en cuanto salgo del cuarto le abro la puerta del baño a la gata que cada mañana
exige comida fresca porque la que tiene en el plato no le satisface. Vamos
juntos esquivando cajas hasta llegar a la cocina donde le cumplo su deseo,
apenas. A las nueve en punto ladran los perros. Hay un nene en la tranquera y
el Tate que me mira desde la ventanilla de la camioneta. No sé por qué no
entra, pero el nene les tiene miedo a los perros y tengo que salir para
acompañarlo. Me pongo las crocs y una remera. Mientras me acerco voy
acomodándome los pelos con la mano. Buenas, le digo al Tate que hace un gesto y
me dice que va a comprar unas cosas y vuelve. El nene es callado, se llama
Tomás, y cuando caminamos juntos, Fierita, el galgo, se aproxima por atrás y le
mete el hocico en el culo. Tomás pega un grito. Entremos, le digo. Le pido que
deje su mochila en la silla que está al lado de la puerta. Pasamos a la mesa,
desenchufo el insectocutor de luz ultravioleta, lo acomodo en la repisa, vuelvo
a la mesa, levanto el mantel de hule para transformarla en writing desk y le
digo a Tomás que enseguida viene la profe.
Tomás abre la heladera donde encuentra
la leche. Tomás pone una silla contra la mesada para alcanzar el Nesquick.
Tomás ya sabe en qué puerta de la alacena Dolores le guarda sus galletitas.
Tomás desayuna en la mesa sin mantel. A mí no me gusta que nadie abra mi
heladera. Lo siento como una invasión a mi intimidad, como un manotazo en el
culo con los cuatro dedos extendidos. Pero Dolores dice que Tomás es mucho más
que su alumno. A ella le cuesta arrancar y le cuesta sobre todo porque con los
tapones no escucha el despertador. El Tate insiste en que el nene aprenda
inglés con una profesora que empieza la clase diez minutos tarde y que no se
despierta hasta pasada media hora, una profesora que en dos años y medio
todavía no llegó al cat is under the table. El nene ni siquiera es hijo del
Tate, es hijo de Romina, su pareja. Pero hoy el Tate además nos va a arreglar
la plomería así que todo cobra un sentido diferente, pero sentido al fin.
Todos los
plomeros que llamó Dolores empezaron por la cocina, los caños de galvanizado
corroídos y el calefón a medio desarmar que cuando se enciende larga una
llamarada por el agujerito. Todos los plomeros nos dijeron que había que
cambiar el calefón y la cañería entera y que todo estaba mal hecho y que casi
que nos convenía mudarnos porque corría peligro nuestra vida. Uno solo, el viejo
que vino con boina, fue sincero y dijo que nos pasaría un presupuesto de mínima
y otro de máxima. El problema es una gota de agua en el placard. Una gota que
horadó el revoque y dibuja un sinuoso recorrido de prolijos meandros. Una gota
que en día y medio llena un balde. Hasta que me enteré que el Tate además de
albañil y de inventor de trampas para moscas también hacía plomería y yo al
Tate sí que le tenía confianza.
El Tate vive
a una cuadra de casa y le dicen Tate por Tatengue, porque su papá es fanático
de Unión de Santa Fé, pero en realidad el tate es hincha de River. Un día que
trajo a Tomás le pedí que mirara la pérdida y después de verla me dijo que si
lo ayudaba entre los dos lo resolvíamos. Dale, le dije. Esto fue un lunes hace
tres meses, hoy es jueves. Tate pidió que vaciáramos el placard. Eso a Dolores
no le gustó. Por eso hay cajas por todos lados, porque la casa es chica. Por
eso el gato no está bajo la mesa, porque están las cajas con la ropa de
invierno.
Por la
ventana veo al Tate que abre la tranquera. Pero pasan los minutos, me distraigo
escuchando a Tomás diciendo su color favorito y el Tate no entra nunca, el
placard vacío sigue chorreando su gota. Tomás dice que su banda favorita es Iron
Maiden. Por favor, tiene puesta una chomba de colegio parroquial, debe tener
como mucho diez años. El balde está por la mitad.
Al Tate lo encuentro contra el
alambrado, al lado de la pila de leña. Su actitud es concentrada. No quiere interrupciones,
está revisando su invento, un dispositivo que armó con un tacho de pintura de
20 litros, al que le saco el fondo y lo puso invertido, con la tapa separada
unos centímetros colgando de unos alambres. En esa tapa puso Coca Cola, y la otra punta la tapó con tela de mosquitero. A
doscientos metros de casa hay galpones de pollos donde hacen miles de pollos,
pero estos no son el verdadero problema, porque cada seis meses limpian todo y
los bolivianos se llevan el guano en camiones para abonar la huerta. El
problema son los galpones de huevos, que están un poco más lejos pero para el
otro lado. Las gallinas se pasan toda la vida en jaulas cagando sobre montañas
de caca. Desde ese lado vienen las moscas. En verano basta
poner un plato con carne en la mesa para que venga una nube. En un vaso de vidrio
con vino llegué a contar posadas veinticuatro moscas. En un vaso de plástico
amarillo con coca cola, conté cuarenta y había más. En el invento del Tate la
mosca entra por la rendija entre el tacho y la tapa invertida, seducida por el néctar
cocacolero y cuando quiere salir ve que arriba está el cielo y para allá va, y
se queda dando vueltas contra el mosquitero. A la mosca nunca se le ocurre que
abajo sigue estando la rendija por la que entró.
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