lunes, 7 de agosto de 2017

Cuando venga el plomero

Nuestra mesa de luz no es una mesa de luz, es una cajonera de cuatro cajones y el tercer cajón contando desde arriba falta, es decir, no falta pero está en el baño con las piedritas del gato. En realidad el gato no es gato sino gata y duerme encerrada en el baño porque si no rasca la puerta del cuarto y maúlla para entrar y así yo no puedo dormir. La puerta del baño también la rasca pero no se escucha porque está más lejos y porque cuando dormimos dejamos prendido el ventilador por los mosquitos, para que vuelen pero no puedan aterrizar por el viento. El ventilador hace un zumbido leve, mucho más ameno y persistente que el del mosquito que viene hasta la oreja, se va, viene y se va. Encima de la cajonera tengo el paf, un broncodilatador rojo que manoteo cuando el oxígeno no me llega a la cabeza y también tengo una linterna, para buscar y matar mosquitos sin que ella se despierte porque el ventilador no es cien por ciento eficiente y a veces los mosquitos consiguen aterrizar. Dolores no escucha nada porque duerme con tapones en los oídos, los rulos desparramados sobre la almohada, la remera vieja del pato Donald que usa como camisón y saliendo de entre los rulos el cordón naranja de los tapones de los oídos. Sobre la cajonera también tengo una esponja adentro de un vaso verde y un spry con detergente, para limpiar la pared antes de que se seque la sangre del mosquito muerto. La pared es blanca con pintura lavable y la linterna también me sirve para iluminarla al ras y controlar que no quede ninguna mancha. A las nueve viene Tate, nuestro amigo plomero y más vale que duerma algo. Estiro el brazo bajo la sábana, saco la mano y la aprieto contra mi oreja. Fallo. Maldita casa que compramos enamorados del tobogán en la pileta. La luz de la luna entra por la ventana y alumbra los frascos sobre la mesa de luz. Me gustaría aprovechar este momento de paz en que el mosquito se fue a visitar a la parentela y trato de todas las maneras posibles de relajarme, de no escuchar el silbido de mis bronquios, de respirar como hacen los yoguis, con el vientre, para no llegar a usar el paf que es un medicamento y como todo medicamento inhibe la defensas del propio cuerpo. Pero la cabeza es una díscola y se me va para cualquier lado. Por ejemplo ahora me parece escuchar el motor diesel de la camioneta del Tate. Tiene que venir a las nueve, miro el reloj, son la cuatro cuarenta.

A las siete cincuenta suena el despertador. Dolores no lo escucha. Afuera hay una nube a contraluz con los bordes iluminados. La luna, seguro. Una vez ella se levantó, vio la pared con marcas rojas de mosquitos muertos y dijo, ¿es qué no podemos hacer las cosas como la gente normal? Después se tapó la cara con la almohada y trató de dormir. Esa gente normal yo la imagino como la de las propagandas de espirales y tabletas matamosquitos, que parecen dormir como bebes y no tienen ningún broncoespasmo.

Me levanto y en cuanto salgo del cuarto le abro la puerta del baño a la gata que cada mañana exige comida fresca porque la que tiene en el plato no le satisface. Vamos juntos esquivando cajas hasta llegar a la cocina donde le cumplo su deseo, apenas. A las nueve en punto ladran los perros. Hay un nene en la tranquera y el Tate que me mira desde la ventanilla de la camioneta. No sé por qué no entra, pero el nene les tiene miedo a los perros y tengo que salir para acompañarlo. Me pongo las crocs y una remera. Mientras me acerco voy acomodándome los pelos con la mano. Buenas, le digo al Tate que hace un gesto y me dice que va a comprar unas cosas y vuelve. El nene es callado, se llama Tomás, y cuando caminamos juntos, Fierita, el galgo, se aproxima por atrás y le mete el hocico en el culo. Tomás pega un grito. Entremos, le digo. Le pido que deje su mochila en la silla que está al lado de la puerta. Pasamos a la mesa, desenchufo el insectocutor de luz ultravioleta, lo acomodo en la repisa, vuelvo a la mesa, levanto el mantel de hule para transformarla en writing desk y le digo a Tomás que enseguida viene la profe.

Tomás abre la heladera donde encuentra la leche. Tomás pone una silla contra la mesada para alcanzar el Nesquick. Tomás ya sabe en qué puerta de la alacena Dolores le guarda sus galletitas. Tomás desayuna en la mesa sin mantel. A mí no me gusta que nadie abra mi heladera. Lo siento como una invasión a mi intimidad, como un manotazo en el culo con los cuatro dedos extendidos. Pero Dolores dice que Tomás es mucho más que su alumno. A ella le cuesta arrancar y le cuesta sobre todo porque con los tapones no escucha el despertador. El Tate insiste en que el nene aprenda inglés con una profesora que empieza la clase diez minutos tarde y que no se despierta hasta pasada media hora, una profesora que en dos años y medio todavía no llegó al cat is under the table. El nene ni siquiera es hijo del Tate, es hijo de Romina, su pareja. Pero hoy el Tate además nos va a arreglar la plomería así que todo cobra un sentido diferente, pero sentido al fin.

Todos los plomeros que llamó Dolores empezaron por la cocina, los caños de galvanizado corroídos y el calefón a medio desarmar que cuando se enciende larga una llamarada por el agujerito. Todos los plomeros nos dijeron que había que cambiar el calefón y la cañería entera y que todo estaba mal hecho y que casi que nos convenía mudarnos porque corría peligro nuestra vida. Uno solo, el viejo que vino con boina, fue sincero y dijo que nos pasaría un presupuesto de mínima y otro de máxima. El problema es una gota de agua en el placard. Una gota que horadó el revoque y dibuja un sinuoso recorrido de prolijos meandros. Una gota que en día y medio llena un balde. Hasta que me enteré que el Tate además de albañil y de inventor de trampas para moscas también hacía plomería y yo al Tate sí que le tenía confianza.

El Tate vive a una cuadra de casa y le dicen Tate por Tatengue, porque su papá es fanático de Unión de Santa Fé, pero en realidad el tate es hincha de River. Un día que trajo a Tomás le pedí que mirara la pérdida y después de verla me dijo que si lo ayudaba entre los dos lo resolvíamos. Dale, le dije. Esto fue un lunes hace tres meses, hoy es jueves. Tate pidió que vaciáramos el placard. Eso a Dolores no le gustó. Por eso hay cajas por todos lados, porque la casa es chica. Por eso el gato no está bajo la mesa, porque están las cajas con la ropa de invierno.

Por la ventana veo al Tate que abre la tranquera. Pero pasan los minutos, me distraigo escuchando a Tomás diciendo su color favorito y el Tate no entra nunca, el placard vacío sigue chorreando su gota. Tomás dice que su banda favorita es Iron Maiden. Por favor, tiene puesta una chomba de colegio parroquial, debe tener como mucho diez años. El balde está por la mitad.

Al Tate lo encuentro contra el alambrado, al lado de la pila de leña. Su actitud es concentrada. No quiere interrupciones, está revisando su invento, un dispositivo que armó con un tacho de pintura de 20 litros, al que le saco el fondo y lo puso invertido, con la tapa separada unos centímetros colgando de unos alambres. En esa tapa puso Coca Cola, y  la otra punta la tapó con tela de mosquitero. A doscientos metros de casa hay galpones de pollos donde hacen miles de pollos, pero estos no son el verdadero problema, porque cada seis meses limpian todo y los bolivianos se llevan el guano en camiones para abonar la huerta. El problema son los galpones de huevos, que están un poco más lejos pero para el otro lado. Las gallinas se pasan toda la vida en jaulas cagando sobre montañas de caca. Desde ese lado vienen las moscas. En verano basta poner un plato con carne en la mesa para que venga una nube. En un vaso de vidrio con vino llegué a contar posadas veinticuatro moscas. En un vaso de plástico amarillo con coca cola, conté cuarenta y había más. En el invento del Tate la mosca entra por la rendija entre el tacho y la tapa invertida, seducida por el néctar cocacolero y cuando quiere salir ve que arriba está el cielo y para allá va, y se queda dando vueltas contra el mosquitero. A la mosca nunca se le ocurre que abajo sigue estando la rendija por la que entró.

El Tate me pregunta si tengo una pinza de punta. Le digo que no, y pinza común tampoco. Le traigo una tenaza y mientras maniobra Tate me dice que el problema de su invento es que las moscas exhaustas caen en la Coca Cola, mueren allí y eso consigue que las siguientes moscas lo piensen mejor. Yo lo miro para ver si me está jodiendo, pero no lo parece, con la punta de la tenaza retorciendo un alambre. El Tate ahora dice que está pensado en hacer un cono invertido de mosquitero donde van a caer las moscas y donde quedarán hasta desintegrarse. A mí me invade un cansancio de muerte. Quiero meterme en la cama a recuperar las horas de sueño. Le pregunto al Tate si además de arreglar el mosquero podríamos ocuparnos de la pérdida de agua. Otro día, me dice, el lunes que viene, olvidé las herramientas.